Misterio de salud
Hay que ser un niño pequeño, al menos una vez por semana.
Si se tienen 35, o 50 o 70 años o los que sean, no importa,
si se tienen 10 años tampoco,
hay que volver a ser un niño pequeño, de 2 o 3 años, y también un bebé al menos un momento, una vez por semana.
Hay que ser una persona madura, también, por lo menos
una vez por semana, si se tienen 5 o 75 u 85, 10 o 18 años.
Hay que practicar, ponerse en el lugar de otros, resolver asuntos,
sentirse responsable y activo, por lo menos
una vez por semana.
Viejo también. Anciano. Mirando la vida desde una terraza,
sonreír con lejanía, medio perderse distraídamente si una reunión es numerosa,
alejarse de los detalles del mundo,
eso también, por lo menos una vez por semana,
si se tiene cualquier otra edad.
Estas ideas se me ocurrieron en varios días.
El último fue cuando un matrimonio muy amigo vino a casa con su bebé de cuatro meses. Antes de irse algo lo incomodó y lloró con una vocecita tan pequeña como la de una hormiga sola, o la de un puercoespín bebé, perdido en un supermercado. Esto último es porque hay un chiste sobre una familia de puercoespines que entra a un supermercado, todos muy cortos de vista. El más pequeño se pierde del grupo y, metiéndose entre secciones, buscando al resto da con “jardinería”, choca contra un cactus y le pregunta: “¿Eres tú, mami?”.
Ese efecto producía la voz de Manuel.
Una noche antes, Delfina, una abuela de 95 años, estaba sentada cómodamente en un sillón, y noté que miraba con algo de confusión esa cantidad de personas que pasaban con vasos y platos por todas partes. Todos hijos y nietos, pero ya demasiados como para ubicarse. De modo que en su mirada se reflejaba un ligero apartamiento, un retirarse hacia adentro, como si al no podernos ir, físicamente, nuestro pensamiento hiciera unos pasos atrás, a algún lugar menos aturdido.
Una semana antes fui a un hospital a leer dos textos breves, en unas jornadas dirigidas a médicos. Se rieron hasta llorar de la risa. Pero ya antes estaba con mucha tranquilidad en lo que iba a hacer, a pesar de que todos eran adultos, y todos eran médicos (yo le tengo miedo a los médicos). Mi confianza se basa en un secreto, y es que sé que todas las personas, guardan profundas añoranzas con momentos de su vida, su juventud o su infancia. Es un secreto tan bien guardado que, en muchas ocasiones, ni quienes lo cargan lo saben. Es decir, ni quienes desearían volver por un instante a tal tarde o tal mañana en su propia vida, son consciente de hasta qué punto desean eso. Saben con tanta certeza de que no es posible, que ignoran que aún sabiendo que es imposible, lo desean.
Y es que las leyes del deseo son otras. Ni siquiera la de desear imposibles, sino, mucho más sencillamente: de que es posible desear algo imposible.
Por ejemplo: si deseáramos volar una noche, encima de nuestra ciudad o nuestro pueblo, sin aviones ni máquinas, simplemente volar una noche, solos o de la mano de alguien, volar, y aún sabiendo que es imposible, nos permitimos desearlo, ocurre que nos enteramos de algo que nos gustaría. Y eso es como una pregunta, y no hay que acallar ninguna pregunta.
Fíjate que a mí me gustaría volar una noche sobre mi pueblo.
¿Cómo las brujas?
Como los pájaros, o sí, también, como las brujas.
¿Y por qué?
Porque es hermoso, por curiosidad, porque me da placer.
A mí no, dice la otra persona, a mí me gustaría ser invisible.
Pues ocurre que no todas las personas deseamos las mismas cosas imposibles.
No es lo mismo el que desearía volar de noche, que el que desearía ser invisible.
Y he ahí que hasta en eso somos diferentes.
Amigos, saquen una hoja y escriban algunos deseos que saben imposibles. Luego comparen con las hojas de sus compañeros.
Regreso a las jornadas de ese hospital, aquel día.
De modo que mi tranquilidad se basaba en ese secreto.
Todos, aún quienes son tan realistas que no se lo confiesan a sí mismos, que no pueden reconocerlo, que son tan realistas que ni toleran hablar de eso que les gustaría tanto pues saben que es imposible, aún ellos anhelan algunos momentos de su vida.
De modo que me paré delante de todos los doctores, en ese hospital, y leí dos textos breves que los llevarían, a cada uno a su manera, a un momento de su vida.
Así fue que lloraron de la risa, volvieron y regresaron, y se sintieron aliviados, como si hubiera ido o, mejor aún: como si alguien les hubiera dicho “¿Verdad que, aún cuando sabemos que es imposible, sería hermoso volver a tal día?”. Y sus fantasmas divertidos salían de sus cuerpos, que distraídos se reían, y me daban la razón: “Vaya que sí estaría bueno”. Y nada más, y sólo eso. Y volvían ordenados y obedientes a sus cuerpos y sus delantales de médicos, laboratoristas, enfermeros, luego de haber hecho ese paseo verde y refrescante por el deseo.
Yo también viajo, cuando hago viajar, y regresé a mi casa.
Unos días antes había ido a visitar a un niña de 8 años que, súbitamente, comenzó a hacer movimientos involuntarios y al otro día ya no podía moverse. Sólo su brazo izquierdo, y esa mano, un poco el tronco, la cabeza y hablaba sin dificultad, si no estaba cansada. Una enfermedad causada por un estreptococo que ya había dejado su cuerpo, de modo que volvería a recuperar todos sus movimientos, pero ese regreso demoraría entre tres meses y un año. Su padre me llamó pues la niña se divertía con algunos de mis cuentos mientras estaba internada.
De modo que eso le dije a los médicos ese día, que debíamos cambiar la pregunta “¿Qué libros te llevarías a una isla o cuáles rescatarías de un naufragio? Pues todos sabemos que no iremos a una isla, ni naufragaremos. Mejor cambiarla por ¿Qué libros le leerías a tu hijo si estuviera internado?
Y así ver que la respuesta es completamente otra. ¿Qué libros le leerías a tu madre si estuviera enferma? ¿Qué libros le leerías a tu padre? ¿A tu hermano? ¿A tu esposa, tu esposo? ¿A tu mejor amigo, si estuvieran enfermos?
Visité a esa niña y, lo cierto, es que hasta nos reímos.
De modo, pensaba yo, que hay momentos en que los libros ayudan cuando uno ni siquiera se puede mover.
El caso es que todas esas experiencias, ideas y emociones estaban sueltas como las cuentas de un collar, rodando desordenadas dentro mío, hasta que el fino hilo de voz del llanto de Manuel, de sólo cuatro meses, las unió.
Al otro día desperté y escribí.
Uno debería ser un niño pequeño, al menos una vez por semana. ¿Cuán pequeño?
Tanto como cuando lloras de impotencia ante algo que escapa a tu control. Sea lo que sea.
Tanto como cuando sientes placer y protección como si te sostuvieran en brazos.
Uno debería ser una persona madura, al menos una vez por semana,
tanto como cuando te toca dar consuelo o sostén,
tomar las riendas en tus manos,
o disfrutar plena y poderosamente.
Al menos una vez por semana.
Y un anciano también, que se aparta dulcemente,
y ya cumplió con todas las labores y disfruta de su propia obra
incluso con algo de desprendimiento.
También, al menos, una vez por semana.
Más también, menos también; pero no: siempre menos, pero no: siempre más.
Luis María Pescetti